Fue el regalo del abuelo, cuando cumplí los dieciocho años.
La joya de la familia, aquella Navidad pasó a ser de mi propiedad, era mi sueño.
La recuerdo, orgullosa dentro de su vitrina, en el comedor de la familia.
Todas las Navidades se oían sus sonidos melódicos. Era una campana tan hermosa, tan señorial, había pertenecido a la familia, desde que el abuelo volvió de la batalla de Cuba. Decía que la había ganado en una apuesta, a mí, por aquel entonces eso no me importaba…era una campana de grandes dimensiones, pedacitos de cristal unidos unos con otros y de diferentes colores, que cuando se los golpeaba con una batuta metálica producían notas musicales de diferentes sonidos, unidos unos con otros, eran canciones.
Mi campana de cristal me acompañó el día que le declaré mi amor a mi novia. Recuerdo cómo aquella noche, una linda canción, le prometió amor eterno. También vio crecer a mis hijos, y enseñarles las primeras letras.
Contarles las historias del abuelo y de la vieja campana, al igual que yo estaba haciendo ahora con mis hijos, lo oí tantas veces del mismo, y la vieja historia de cuando él se enamoró a su vez de la abuela; al volver de Cuba.
Pequeñas historias para una gran amiga. Mi campana de cristal.
Aquellos colores que transportaban a mundos sordos pero pacíficos ¿O tal vez era yo el sordo? ¿Y sí el mundo de mi campana hubiese sido realidad? Me lo pregunté tantas veces ¿Por qué no? Al igual que Alicia en el país de las maravillas, mi cuento podía existir en mi corazón, en mi alma. Extrañamente la personalidad de mi campana es un poco yo mismo. Eso dicen los que me conocen “Te quedaste en el mundo del abuelo, como su campana” tal vez sí, pero lo curioso es que sigo siendo feliz y oyendo los villancicos de Paz por Navidad, en el comedor de la familia y sé que, el mundo de amor que hay en un cristal de colores, es verdad.
Mi campana ya no existe, su lugar lo ocupa un reloj de cuco.
Un día de verano, de esos que hace mucho calor, abrí la ventana y mientras le limpiaba el polvo, el gato de mi vecina entró inesperadamente y con tan mala suerte que al dar un salto brusco, tropezó con mi campana y la rompió en mil pedazos.
Recogí sus pedacitos y los guarde en un pequeño cofre, pero no lloré ni me enfadé, supongo que durante aquellos, años junto a ella, aprendí a amar la belleza de tal manera que no podía sino perdonar.
Hoy pienso que mi campana, no estaba hecha para vivir demasiado en una urna de cristal sino que tenía que volar donde viven las campanas, en lo alto de un campanario, tocando para los ángeles del cielo.
Hoy sólo sé decirle: gracias por haberme enseñado a tocar las estrellas con la mano.
Mª Auxiliadora Fonellosa
1 comentario :
Que maravillosa historia, es tierna, entrañable y llena de amor. Te felicito queria María.
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